image_pdfimage_print
20 Jun 2024

¿Fue excepcional el velasquismo? Nuevas preguntas a partir de una mirada comparativa

Aunque ahora parece que su intensidad ha disminuido, durante los pasados años asistimos en el Perú a una ola de revaloración y reivindicación del gobierno de Juan Velasco Alvarado (1968-1975). Este auge es sorprendente en tanto se produce tras casi cuatro décadas de aparcamiento, en las que hablar del derrocado gobernante era tabú no solo para la derecha sino también para gran parte de la izquierda. En un trabajo previo la revalorización solo se puede entender a partir de una combinación de factores académicos, políticos y generacionales. Sin embargo, en este artículo me quiero centrar únicamente en uno de los argumentos más repetidos por los promotores del neovelasquismo: la idea de que el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada fue excepcional en el contexto latinoamericano. Frente a la abundancia de dictaduras de derecha que caracterizó a aquellos años, nos dicen los nuevos defensores del general, el carácter izquierdista de la experiencia peruana sería un caso único, y, solo por ello, merecería especial consideración, con independencia del éxito o fracaso de sus propuestas.

Este es un argumento legitimador tan poderoso, que incluso a veces también es asumido por sus detractores. Permite a quienes lo esgrimen presentar al general Velasco como un personaje que habría navegado contra la corriente no solo en el contexto peruano, sino en toda la región. Sin embargo, solo es cierto a medias. No es falso, pero tampoco del todo correcto. Lejos de ser un caso excepcional, el surgimiento del velasquismo estuvo acompañado durante la década de 1970 de una serie de gobiernos militares progresistas en países vecinos, que también reclamaban para sí el apelativo de revolucionarios y trataban de llevar a cabo programas similares.

El caso más cercano al peruano es el del general boliviano Juan José Torres. Nacido en Cochabamba en una familia de extracción humilde, su trayectoria fue bastante similar a la de Velasco. Durante la década de 1960, Torres fue escalando en la jerarquía militar boliviana hasta convertirse en cabeza de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, a diferencia de su contraparte peruano, cuando llegó al poder ya tenía experiencia de gobierno, pues había sido ministro de Trabajo en el gobierno militar de Alfredo Obando, época en la que escribió el llamado Mandato Revolucionario de las Fuerzas Armadas. En octubre de 1970, se convirtió en presiente gracias a un levantamiento popular, en medio de enfrentamientos entre los sectores progresistas y conservadores de las Fuerzas Armadas bolivianas.

Las intenciones transformadoras de Torres quedaron de manifiesto desde el primer momento. Como su contraparte peruano, al poco de asumir decretó la estatización de un emprendimiento extractivo de alto valor simbólico, que permanecía en manos extranjeras: la mina Matilda. También impulsó un mayor papel del Estado en la economía mediante la creación del Banco del Estado, que debía financiar empresas en sectores estratégicos. Y, al igual de Velasco, expulsó del país al Cuerpo de Paz norteamericano. Esta decisión le granjeó a Torres la enemistad del país del norte, que en represalia cortó la cooperación bilateral, obstaculizó los préstamos de la banca internacional y comenzó a vender grandes cantidades de estaño con el fin de hundir el precio de la principal fuente de divisas del Estado boliviano.

A diferencia del enfoque hpercentralista de Velasco, Torres promovió una incipiente descentralización mediante la creación de corporaciones regionales de desarrollo. Sin embargo, la medida tuvo escaso impacto, ya que apenas pudo implementarse. En agosto de 1971, un golpe de Estado militar derechista, casi con toda seguridad con el apoyo de los Estados Unidos, depuso a Torres, que se vio obligado a huir al Perú. En su lugar asumió el poder el general Hugo Banzer, mucho más conservador. Desde el exilio, el exmandatario trató de seguir influyendo en la política boliviana, y promovió la creación de la Alianza de Izquierda Nacionalista, una iniciativa que pretendía aglutinar a todos los opositores a Banzer. Convertido en un personaje molesto para las dictaduras derechistas que por entonces se habían enseñoreado del continente, Torres fue secuestrado en 1976 y asesinado en Buenos Aires, con la connivencia del Gobierno argentino.

Al igual que en Bolivia, también el Ecuador tuvo un gobierno militar progresista en paralelo al régimen de Velasco. Su protagonista fue el general Guillermo Rodríguez Lara, quien llegó al poder en febrero de 1972, tras deponer a José María Velasco Ibarra. Este último es una de las figuras centrales de la historia ecuatoriana del pasado siglo. Velasco Ibarra fue presidente en cinco ocasiones, entre las décadas de 1930 y 1970. Durante su último mandato, en mayo de 1970, se proclamó “dictador civil” y dio un brusco viraje hacia la izquierda. Sin embargo, debido a su edad y sus constantes cambios de orientación, su capacidad para controlar el país era limitada. En febrero de 1972 una revuelta de militares conservadores intentó deponerlo, lo que provocó una movilización popular, varios días de enfrentamientos y sucesivos gobiernos provisionales. Finalmente, tras el llamado “golpe del martes de carnaval”, Rodríguez Lara emergió como el nuevo hombre fuerte del Ecuador.

Rodríguez Lara, reputado como un militar nacionalista e izquierdista, era abierto admirador de Velasco. Sin embargo, la naturaleza de su gobierno sigue siendo objeto de un fuerte debate, tanto entre los historiadores profesionales como en el conjunto de la sociedad ecuatoriana. Mientras unos señalan que fue un gobierno progresista, en la línea del velasquismo, otros lo consideran un títere de las élites ecuatorianas para controlar el pujante movimiento popular. Lo cierto es que Rodríguez Lara impulsó varias medidas que lo acercan a su par peruano. Durante su mandato se produjo el gran salto adelante de la producción petrolera controlada por el Estado, que convirtió al Ecuador en el tercer país productor de América Latina, solo por detrás de Venezuela y México. Aunque con menos convicción y profundidad que la implementada en el Perú, también impulsó una reforma agraria para poner fin a la concentración de la propiedad de la tierra.

Rodríguez Lara trató de consolidar su poder con la creación del Movimiento Nacionalista Revolucionario, un embrión de partido político que debía asegurar el apoyo a sus medidas reformistas. Sin embargo, no pudo hacer frente a la creciente conflictividad social y, especialmente, a la oposición de los militares conservadores. En agosto de 1975 un intento de golpe de Estado causó una veintena de muertos en Quito. Rodríguez Lara consiguió mantenerse en el poder, pero pocos meses después, en enero de 1976, fue obligado a dimitir por la presión de sus colegas. Fue sustituido por un triunvirato integrado por los jefes de las tres ramas de las Fuerzas Armadas, que dirigió el Ecuador hasta el retorno de la democracia en 1979.

El tercer caso de gobierno militar autoproclamado revolucionario, más allá del velasquismo, es más tardío y lejano. En octubre de 1979, un golpe de Estado promovido por la Juventud Militar llevó al gobierno en El Salvador a la que se autodenominó Junta Revolucionaria de Gobierno. El pequeño país centroamericano se encontraba en ese momento envuelto en un clima de virtual guerra civil. Varios grupos izquierdistas se habían alzado en armas y amenazaban con cercar San Salvador, mientras que sectores paramilitares de derechas asesinaban con impunidad a líderes sociales y políticos izquierdistas.

El golpe de Estado puso fin a casi dos décadas de gobierno ficticiamente democrático del Partido de Conciliación Nacional. La junta estaba integrada por dos militares y tres civiles, aunque los primeros eran quienes tenían mayor poder. El coronel Abdul Gutiérrez Avendaño representaba al sector moderado de las Fuerzas Armadas, mientras que Adolfo Arnaldo Majano, representante del sector progresista, fue designado presidente. Los tres integrantes civiles eran un empresario, un intelectual cercano a los jesuitas y un político socialdemócrata de larga trayectoria: Guillermo Ungo.

La Junta Revolucionaria de Gobierno pretendía realizar una transformación radical de la estructura socioeconómica salvadoreña sin caer en la imposición de un régimen de estilo marxista. Su programa incluía la consabida reforma agraria, la nacionalización de la banca y del comercio del café (el principal producto de exportación salvadoreño) y el final de la represión contra los sectores populares y progresistas. Aunque suponían un salto cualitativo, estas iniciativas no permitieron apaciguar el conflicto. Tanto la extrema derecha como la extrema izquierda continuaron sus acciones armadas, lo que llevó en enero de 1980 a la dimisión de Ungo y la conformación de la Segunda Junta Revolucionaria de Gobierno.

Lejos de mejorar, la situación empeoró rápidamente. La promulgación de la ley de reforma agraria, a principios de marzo de 1980, fue seguida por el asesinato de Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, a manos de militares ultraderechistas. En mayo, Majano renunció a su posición como presidente de la Junta y fue sustituido por Gutiérrez. En octubre, las agrupaciones armadas de izquierda crearon el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y dieron inicio a la denominada “ofensiva final”, con la que pretendían tomar por completo el poder.

En medio de intensos combates en la capital y en diferentes partes del país, el 13 de diciembre se creó la Tercera Junta Revolucionaria de Gobierno. A pesar de que mantenía el nombre, su enfoque era mucho más moderado que el de las dos anteriores. Majano, que continuaba como integrante de la Junta tras renunciar a la presidencia, fue definitivamente apartado del poder. El hombre fuerte pasó a ser José Napoleón Duarte, un civil vinculado a la Democracia Cristiana. Ante la amenaza guerrillera, Duarte recurrió a la ayuda norteamericana. La ofensiva final fracasó, pero dio lugar a una situación de abierta guerra civil, que se prolongaría durante más de una década. La Junta giró cada vez más a la derecha, hasta que se disolvió un año después, tras unas cuestionadas elecciones en las que resultó triunfador el propio Duarte.

Los tres casos señalados evidencian que el régimen de Velasco estuvo lejos de ser excepcional. Por el contrario, formó parte de una corriente que tuvo diferentes manifestaciones en América Latina: militares progresistas que veían sus instituciones como la punta de lanza de una transformación radical de sus respectivos países. Dos elementos unificaban las experiencias de Bolivia, Ecuador, Perú y, en menor medida, El Salvador. Por un lado, sus promotores eran militares que procedían de los sectores medios y bajos periféricos. Ni Velasco, ni Torres, ni Rodríguez Lara, ni los militares salvadoreños estaban vinculados con las élites tradicionales. Por el contrario, se sentían ajenos a ellas, y pretendían derrocarlas, por considerar que constituían la raíz del atraso de sus países. Por otro lado, los cuatro gobiernos militares analizados, incluido el velasquismo, entendían su condición “revolucionaria” de una manera similar. Su programa incluía reforma agraria, potenciamiento del papel del Estado en la economía, ataques contra los intereses económicos extranjeros que aprovechaban los recursos naturales locales y promoción de nuevas formas de participación política de los sectores populares. Su accionar estaba imbuido de una fuerte retórica nacionalista y de un acendrado populismo, en el sentido que este concepto palabra tenía para los historiadores antes de que los politólogos se lo apropiaran y redefinieran: la exaltación por parte de autoridades e intelectuales de los sectores bajos de la sociedad como la esencia verdadera de la nación.

Estas coincidencias no eran casualidad. Sus raíces hay que buscarlas en el cambio profundo que experimentaron las fuerzas armadas latinoamericanas durante la década de 1960. A medida que su composición se democratizaba y reflejaba los cambios sociales y políticos que estaban produciéndose, los militares empezaron a considerar que su misión no se limitaba a la defensa de las fronteras y el orden interno. También debían involucrarse e incluso liderar la modernización de sus países. Este empeño se tradujo en la creación de instituciones castrenses dedicadas al estudio de la realidad nacional, que pusieron a los miliares en contacto con las ideas progresistas e izquierdistas. Pero aunque fueron comunes, estos cambios no tuvieron la misma intensidad en todos los países. Tampoco, dentro de cada país, se dieron de la misma manera en todos los cuerpos y estamentos. De ahí la diferente naturaleza de las dictaduras militares, unas de izquierda y otras de derecha, y los continuos golpes y contragolpes que se produjeron en países como Bolivia, Ecuador y, en última instancia, también en el Perú.

Pero si bien el gobierno de Velasco no fue excepcional, sí fue singular. A diferencia de sus contrapartes progresistas, el velasquismo destaca por su fortaleza y continuidad. Fue el único gobierno militar latinoamericano de izquierdas que se consolidó y pudo llevar adelante su programa de una manera sostenida. Esto le permitió convertirse en un referente regional. Cuando en el Ecuador y Bolivia se debatía sobre la naturaleza de sus respectivos regímenes, las alusiones a Velasco eran frecuentes, tanto por parte de partidarios como detractores. También en otros países latinoamericanos, como Venezuela, el dictador peruano tuvo seguidores, aunque no llegaron al poder.

La relativa fortaleza del gobierno de Velasco nos obliga a plantearnos cuestiones que apenas han sido tratadas por los historiadores. Con pocas excepciones, la historiografía peruana suele ser bastante localista, y sus análisis casi nunca tienen en cuenta lo que ocurre en los países vecinos. Cuestiones que responden a tendencias regionales o globales se presentan como el resultado de factores idiosincrásicos locales. Por esta razón, la mayoría de los estudiosos se han centrado en la cuestión de cómo fue posible que, en un país tan conservador como el Perú, surgiera un gobierno militar progresista que se reivindicaba “revolucionario”. Una mirada comparativa nos muestra, sin embargo, que una pregunta al menos igual de relevante es la siguiente: ¿por qué en el Perú, a diferencia de lo que ocurrió en otros países de la región, un gobierno de esta naturaleza logró consolidarse y mantenerse en el poder tanto tiempo?

Es esta permanencia, y no su existencia a sí misma, lo que singulariza al velasquismo En Bolivia, Ecuador y más aún en El Salvador, los gobiernos militares progresistas fueron efímeros. Desde el primer día enfrentaron una fuerte oposición entre sus compañeros de armas y debieron hacer frente a conspiraciones, ataques armados e intentos de golpe de Estado. En el Perú, esta oposición también existió, pero fue mucho menos intensa. Tampoco la oposición de izquierdas al velasquismo tuvo el cariz violento que adquirió en otras partes. Si las reformas de Velasco no cumplieron sus objetivos fue por problemas de diseño e implementación, no porque sufrieran un bloqueo por parte de los sectores tradicionales o progresistas. La reforma agraria peruana, por ejemplo, enfrentó una oposición mucho menor que la salvadoreña o la ecuatoriana. Su fracaso no se debió a la oposición de los hacendados, sino a la resistencia de los campesinos, que deseaban una distribución directa de la tierra en lugar de la conformación de cooperativas.

Durante casi siete años el velasquismo retuvo sólidamente el poder. No tuvo que hacer frente a un golpe de Estado ni a una insurrección militar de izquierdas o de derechas. Tampoco debió enfrentar un alzamiento guerrillero ni el accionar de grupos paramilitares de alta intensidad. En contraste, el gobierno de Rodríguez Lara duró tres años, el de Torres menos de un año y las juntas revolucionarias salvadoreñas apenas unos meses. Debemos, por lo tanto, preguntarnos por las razones que explican la (comparativamente) larga permanencia del velasquismo en el poder y la (comparativamente) escasa oposición de derechas y de izquierdas que enfrentaron los militares reformistas en nuestro país.

¿Tenían las ideas reformistas dentro de las Fuerzas Armadas peruanas mayor legitimidad que en otros países? ¿Estaba la sociedad peruana más madura para el tipo de programa que promovían los militares reformistas en comparación con la ecuatoriana, la boliviana o la salvadoreña? ¿La larga duración del régimen se explica por el liderazgo y capacidad del propio Velasco? ¿O la clave fue la debilidad de los sectores conservadores peruanos frente a los de otros países? ¿Se trató de una combinación de varios de estos factores? ¿O existe alguna otra razón? El valor del enfoque comparativo es algo que, al menos en el Perú, los historiadores debemos aprender de disciplinas como la ciencia política, que llevan años practicándolo. Mientras tanto, estas son preguntas que quedan abiertas, a disposición de quienes quieran adentrarse en los archivos, reflexionar sobre ellas sin los prejuicios que nos hacen ver a nuestro país como algo excepcional y plantear posibles respuestas para comprender mejor aquellos años que marcaron la trayectoria posterior del Perú.

20 Jun 2024

Historiador
rasensio@iep.org.pe
Es historiador e investigador principal del Instituto de Estudios Peruanos, donde también ejerce como editor del fondo editorial. Cuenta con amplia experiencia en la dirección de proyectos de investigación y evaluación de públicas, de ámbito nacional e internacional, incluyendo temas como desarrollo rural, puesta en valor de activos culturales, deporte [...]