Presentación del libro de Anna Cant, «Tierra sin patrones»

Presentación del libro de Anna Cant, Tierra sin patrones[1]

Quiero empezar por saludar la publicación de esta versión en castellano de un libro que toca un tema que sigue removiendo fibras en nuestra sociedad. Un indicador muy sencillo pero potente de lo anterior es el impacto que ha tenido esta presentación en las redes sociales. Ayer estaba mirando que el anuncio tiene más de mil “me gusta”, ha sido compartido más de doscientas veces y tiene casi cien comentarios, que en su mayoría despotrican –con una particular intensidad– de la publicación (cuyo contenido se desconoce) y de la reforma refiriéndose a ella como “el fracaso peruano”. Tales comentarios, sin querer, reafirman el argumento que la autora desarrolla en el capítulo quinto que aborda el tema de la reforma agraria en la memoria histórica. Este es un primer punto que resaltar del libro y de la apuesta por su publicación: que al contrario de lo que muchos puedan pensar, como proceso histórico, la reforma agraria sigue teniendo un lugar clave en el modo de interpretar el pasado reciente y continúa removiendo emociones y temores. ¿Pero a qué se le teme? ¿Por qué los comentarios repiten un mismo sentido común y cuesta tanto salir de ahí? El libro que nos convoca esta noche apunta justo a este tema: qué significó la reforma como proceso político y ciudadano más allá de la política agraria y del modelo de la gran cooperativa.

Antes de entrar al tema del libro en sí, quiero compartir con ustedes que mi lectura, además de una aproximación académica, ha sido también una experiencia que podría llamar personal porque me ha hecho recorrer caminos que, de alguna manera, comparto con la autora. Así, aparecen como informantes en estas páginas varias personas cuyas trayectorias son centrales, y que son referentes y viejos amigos: es el caso de nuestro querido Bruno Revesz, jesuita, fundador y genial investigador del Cipca, quien ya nos dejó; Juan Hernández (cariñosamente llamado el Mudo), otro de los pioneros del Cipca; el dirigente cataquense y cooperativista César Zapata (el negro Zapata, quien partió hace pocos años durante la pandemia); el gran Andrés Luna Vargas, a quien todos conocen, y otros. Desde sus voces y las de otros, el trabajo de Ana Cant me propicia una serie de reflexiones que voy a pasar a comentar.

En primer lugar, es importante situar el trabajo de la autora en relación con la producción académica sobre la reforma agraria de los últimos años. El texto de Anna Cant, ya publicado en su idioma original en 2021, se inscribe dentro de la nueva producción acerca del velasquismo y la reforma agraria en el Perú. Queda claro que luego de las clásicas investigaciones centradas en el agro asociativo surgidas en los años setenta y ochenta, y una posterior carencia de estudios sobre el tema, desde 2010 en adelante, se inicia una producción –quizás abierta por Mayer con sus “Cuentos feos de la reforma agraria peruana” (2009)– que apunta a analizar nuevas dimensiones del proceso. Entre estas, se analizan: la propaganda, las respuestas campesinas, las memorias, el uso de las imágenes, la burocracia, el aspecto simbólico, entre otras (Drinot, Puente, Mitrovic, Barrós, Diez, Crisóstomo, quien les habla y otros).

En segundo lugar, aunque suene paradójico, este no es un libro sobre la reforma agraria en sí misma (en tanto reestructuración de la propiedad), sino acerca de la apuesta ideológica y política del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada y sobre cómo esta apuesta tomó forma en los territorios a través de la implementación de su programa, de las prácticas de su burocracia y de su relación con la sociedad civil. Para dar cuenta de ello, Anna Cant se centra en la implementación del proceso de reforma agraria entrelazando las dimensiones política, discursiva y simbólica.

La autora nos propone realizar una lectura de la reforma como parte de un proyecto político mayor, que apuntó a cambiar los términos de la relación entre Estado y sociedad, y a replantear el papel de las poblaciones campesinas e indígenas. Para ello, analiza las dimensiones políticas y socioculturales del proceso más que el ejercicio técnico de las adjudicaciones de tierras. Esto me parece, al mismo tiempo, un aporte interesante y un ejercicio retador. Interesante porque de esta manera la autora logra salir de la discusión sobre el éxito o el fracaso de la reforma, y porque nos muestra aspectos del proceso que no han sido tan estudiados ni explorados (volveré sobre este punto en detalle más adelante). Retador porque corre el riesgo de dejar de lado una dimensión sin la cual las complejas tensiones y resistencias que surgieron desde el propio campesinado en relación con la reforma no pueden entenderse del todo bien. También volveré sobre este punto.

Retomando la idea, decía que con esta apuesta la autora logra salir de la discusión del éxito o el fracaso de la reforma. Su trabajo no busca retomar el camino de las discusiones más clásicas sobre este proceso: el agro asociativo. Así, elige tres dimensiones de análisis para ejemplificar cómo se lleva a la práctica el proyecto revolucionario y qué efectos tiene en la realidad regional y local: primero, la dimensión de las prácticas estatales en los territorios y su estrategia de movilización social para asegurar y consolidar la revolución; segundo, la dimensión de la educación, la formación y la sensibilización de las bases sociales (campesinas); y tercero, la comunicación masiva, es decir, el uso de medios de comunicación para la formación de la opinión pública. Para ello, la autora utiliza un conjunto de técnicas y fuentes que quiero resaltar.

Como historiadora, Cant hace uso de una diversidad fuentes de archivo que combinan, por ejemplo, informes oficiales del Sinamos (el Sistema Nacional de Apoyo y Movilización Social del gobierno militar), actas de reuniones, informes de las oficinas regionales y zonales sobre el estado del proceso, materiales de capacitación a dirigentes campesinos, volantes, afiches, entre otras. Analiza entonces la retórica y las imágenes, así como sus diferencias regionales en los tres ámbitos estudiados. Además del uso de múltiples fuentes, se basa en una serie de entrevistas realizadas hace aproximadamente una década a protagonistas de la reforma y del aparato burocrático de la revolución; entre ellos, dirigentes sindicales, miembros del gobierno, beneficiarios de la reforma, autoridades comunales, socios de cooperativas, miembros de partidos como el MIR y VR, entre otros. Desde esta combinación de fuentes escritas y orales, recuentos de hechos y memorias, la autora va tejiendo sus argumentos para sostener que la reforma fue un proyecto de alcance político mayor que generó cambios identitarios, culturales y en la participación política de un conjunto de actores históricamente marginados de la esfera pública nacional, no solo por las condiciones que los excluían de procesos formales (como la votación), sino también a causa de las estructuras de poder y dominación que gobernaban nuestra sociedad.

El análisis que realiza Cant en estas páginas, entonces, no es el de la política agraria, sino el de la importancia del proyecto ideológico y político. Para anclarlo en la realidad, la autora decide centrarse en un estudio de caso y en tres ámbitos regionales: Piura, Cusco y Tacna. El estudio de caso es el aparato del Sinamos y el despliegue de su burocracia en sus oficinas regionales y zonales con el objetivo de mostrar cómo la implementación de la reforma, si bien tuvo directrices marcadas desde arriba, también desplegó estrategias diferenciadas según los distintos territorios. Para la autora, estas estrategias diferenciadas se construyen tomando en consideración las historias regionales previas, así como los elementos identitarios que los funcionarios de Sinamos identificaron y pensaron que funcionarían mejor para poner en práctica su estrategia de formación y organización.

Lo interesante y rico se va revelando a lo largo de la descripción de las prácticas de esta burocracia. A través de la narración de una serie de acciones, formas de propaganda, usos del lenguaje y de imágenes, estilos de capacitación, entre otros aspectos, iremos viendo cómo Sinamos no era tan solo esa “aplanadora” del régimen (percibida casi como omnipresente), sino también una compleja combinación de posturas, intereses no siempre alineados y hasta contradicciones internas, que al mismo tiempo que bregaba por lograr las metas de la revolución buscaba adaptarse a las respuestas locales de las propias organizaciones campesinas y la resistencia de las élites terratenientes ante su accionar.

En el texto, por tanto, Sinamos no aparece como una “burocracia neutral”, sino como una suerte de híbrido: burocracia y a la vez una especie de partido político (p. 21). El nudo del asunto es que la reforma como política nacional implicó el desafío de “establecer una hegemonía política en un contexto de diversidad regional”. En el discurrir de sus funcionarios podemos imaginar y observar lo que estos enfrentaron en el terreno. Finalmente, desde este análisis, la autora discute la relación entre el gobierno central y las regiones —entendidas estas más allá de su demarcación jurídico-administrativa—, y busca mostrar cómo la misma idea de región “se reconfigura” con esta práctica estatal.

Por todo lo anterior, tengo la impresión de que el trabajo que nos ofrece Cant es, al mismo tiempo, un análisis de los efectos del proyecto velasquista —visto desde el estudio del caso de Sinamos en las regiones— y una historia sobre el propósito del gobierno revolucionario de construir un nuevo vínculo entre el Estado y sectores de la población históricamente excluidos. ¿Qué implicó este intento para la construcción de la nación y el devenir político de nuestro país, en particular para las poblaciones indígenas y campesinas? Creo que esta es la gran pregunta que se desliza en y atraviesa este trabajo.

Antes de pasar a las tres dimensiones referidas, una nota sobre los casos regionales. La autora elige tres zonas: una de gran afectación de latifundios algodoneros y bastión de la oligarquía costeña (Piura), una de haciendas tradicionales con un campesinado indígena explotado bajo la forma de yanaconaje y pongaje donde emerge la figura del cruel gamonal (Cusco) y una zona de baja afectación de medianos y pequeños productores, pero con una identidad regional/nacional forjada al calor de la guerra con Chile (Tacna). Tres casos, tres trayectorias históricas diferentes y, por tanto, tres dinámicas de implementación de la reforma agraria distintas. En el caso de Piura, Sinamos utilizó un discurso antioligárquico que buscaba ir en consonancia con un campesinado cada vez más politizado y vinculado a cuadros de VR y el MIR. En Cusco centró su discurso en la reivindicación de los derechos sobre la tierra y la liberación del yugo del gamonal opresor. Y en Tacna, intentó construir la idea de un “nacionalismo revolucionario” poniendo en circulación una identidad patriótica.

Así como estas diferencias en las intervenciones, la autora encuentra elementos comunes, como el hecho de que, mediante el trabajo de Sinamos, la población rural y campesina se vio, quizás por primera en la historia republicana, en el centro del quehacer de la práctica estatal. Según la autora, eso habría redefinido la dinámica de la política rural en el país y otorgado un nuevo significado a las regiones como entidades de la política peruana; en sus palabras, “los actores regionales ganaron acceso a la política nacional”, y se posicionó la idea de que las demandas populares y rurales eran legítimas. Coincido en cierta medida, pero tengo mis dudas al respecto: analizar el tema de la distribución y tenencia de la tierra, que no se aborda en profundidad en el texto, serviría para restarle un poco de entusiasmo a dichas afirmaciones.

Discutamos ahora las dimensiones que analiza el texto.

La primera dimensión, abordada en el capítulo 2, es el despliegue de Sinamos, que pasaba por difundir propaganda de la reforma, apoyar la adjudicación de tierras y conformación de cooperativas y Sociedades Agrícolas de Interés Social (SAIS), y promover nuevas organizaciones campesinas (de base amplia base y vinculadas al gobierno militar). Ejemplo de ello es la conformación de la Confederación Nacional Agraria (CNA). Lo interesante de este capítulo es que nos muestra las estrategias diferenciadas que utilizan las oficinas regionales y zonales de Sinamos, y la propia lectura e interpretación que sus funcionarios tienen de la realidad y del “campesino local”. Estas no están libres de estereotipos y sobre todo simplificaciones, cosa que la autora resalta. Por ejemplo, coincido con ella cuando afirma que la concepción gubernamental de Piura era la de un territorio con grandes complejos agroindustriales, pero que pasó por alto la gran diversidad de los valles piuranos y sus identidades comunales. Extraño, sin embargo, una discusión más profunda sobre las respuestas y el rol del propio campesinado frente al quehacer de Sinamos. La autora menciona que existe una oposición de las comunidades campesinas, como en el caso de Catacaos, donde se forman las grandes Unidades Comunales de Producción (UCP) como una forma propia, desde la comunidad, de gestión y organización de la tierra que buscaba distinguirse de las Cooperativas Agrarias de Producción (CAP) creadas por el gobierno. Lo que la autora no dice es que estas respuestas campesinas y comuneras dieron su propia forma al agro reformado de la costa de Piura. Cuando Cant señala que el grado de organización en Piura difería del de Cusco, en donde sí existía una tradición gremial más consolidada, pierde de vista la historia de un territorio comunal que es producido en antiguas formas de resistencia contra el avance de la hacienda y proyectos privados —como las irrigadoras—, basadas en otro tipo de tradición política, más dispersa, menos gremial, más comunera. Sin ello, la formación de las grandes UCP no hubiese sido posible.

En Cusco, la reforma adquiere un ritmo lento que requiere de la profundización de las expropiaciones por la propia mano del campesinado organizado. La autora muestra cómo Sinamos capitaliza la historia de la lucha por la tierra para movilizar al campesinado y acercarlo al aparto reformista. También rescata el uso identitario de otros capitales sociales y simbólicos, como la utilización del quechua en la propaganda de la revolución (prensa escrita pero también programas de radio, obras de teatro itinerante, etc.), y el empleo de la imagen de Túpac Amaru; en suma, una serie de asociaciones que funcionan bien e impulsan una revaloración de elementos culturales. Pero el problema de la distribución de la tierra era real y las demandas de las comunidades también; por ello, el peso que tenía la Confederación Campesina del Perú (CCP) en esta región, la presencia de cuadros de izquierda contrarios al gobierno y la politización de la Federación Departamental Campesina del Cusco (FDCC) hicieron que este optara por crear otra estructura. Así, se funda la Confederación Nacional Agraria (CNA), vinculada al régimen oficial. Si bien es cierto que en el Cusco los campesinos participaron activamente de la reforma y esta tuvo un importante reconocimiento, la creación de esta organización amerita un debate mayor, que no está presente en el texto. ¿Qué efectos produjo esto en el movimiento campesino en el largo plazo? ¿Se despolitizaron cuadros que hubiesen podido jugar un rol clave en nuevas batallas políticas? Tiendo a pensar que sí; en todo caso, creo que es un tema que se debería abordar con mayor centralidad.

La segunda dimensión de análisis es la educación en el proyecto reformista, asunto abordado en el tercer capítulo a partir de la descripción de tres líneas de intervención: la reforma educativa, la alfabetización y los programas de educación rural. Sin duda, es un capítulo que me resultó muy sugerente pero sobre el que quiero plantear un problema; me centraré en comentar solo esta última línea de intervención. Cant sugiere que la propuesta reformista tenía en su base el supuesto según el cual el éxito de la reforma estaba condicionado por un campesinado formado tanto técnica como políticamente. Sin embargo, como ella señala, esta nueva educación rural suponía “fomentar la conciencia social, cambiar las actitudes de los campesinos e incentivar la participación política”, fortaleciendo los llamados “núcleos campesinos”. Para ello se desplegaron cursillos, materiales, talleres, programas radiales y un largo etcétera. ¿Interesante y novedoso para la época? Seguro que sí. No obstante, todo este esfuerzo no estuvo libre de tensiones. La misma autora rescata un informe del propio gobierno sobre una CAP en Cusco que da cuenta de las claras debilidades de los esfuerzos educativos del Sinamos en su intento de formar “un hombre nuevo” para la revolución y comprometido con el modelo de la cooperativa.

A pesar de ello, se propone como conclusión que todas estas iniciativas educativas y formativas “impulsaron a una generación de líderes campesinos a desempeñar papeles importantes en la política regional y nacional”. Y aunque ello tenga algo de cierto, no puedo dejar de pensar en un informe que encontré en los archivos regionales del departamento vecino, Puno, preparado por un funcionario de Sinamos, sobre el proceso de capacitación en una famosa SAIS puneña. Decía así: “Nuestra apuesta ideológica —sustentada en jornadas de capacitación y concientización dirigidas los comuneros— no logra romper una lógica previa de manejo agropastoril ni convencer a las familias de que abandonen su ganado familiar en beneficio del ganado de raza de la empresa”. Es decir, no bastaba con “cambiar las actitudes de los campesinos”, como señalaba el informe de Sinamos, sino que había que entender sus lógicas productivas y de tenencia de la tierra, así como las limitaciones materiales-ecológicas de las zonas altas. Es solo un ejemplo para decir que me parece importante destacar los logros de la apuesta por la educación rural, pero creo que hay aristas que el debate debe incorporar para problematizar la mirada que el régimen tenía sobre la población indígena y campesina. Dentro del balance positivo del accionar de Sinamos que se desprende de la lectura de Cant, no se formula, al menos de manera clara, la siguiente pregunta: ¿En qué términos se incorpora a la revolución a las poblaciones indígenas? ¿Acaso no quedaron desplazados los debates sobre las formas de autogobierno o acerca de los territorios indígenas? ¿O, en el fondo, se trataba de dotarlas de recursos —como las capacitaciones impartidas— para plegarse a la revolución popular bajo las formas decretadas por el gobierno?

A lo anterior le sumaría una interrogante que he tenido la oportunidad de discutir en más de una ocasión con Fernando Eguren, voz que aparece también en el libro de Anna: para él, habría que discutir también si la reforma produjo la despolitización y pérdida de una larga trayectoria de aprendizaje político y dirigencial campesino a raíz de la incorporación de todos estos cuadros a las CAP y las SAIS, donde existía un claro conflicto de interés (socios y trabajadores la vez), con lo que los sindicatos campesinos no tenían mucha más razón de ser y fueron desapareciendo. La dejo como una pregunta para futuras discusiones.

Cant cierra el libro con dos capítulos relacionados entre sí que creo que ofrecen una lectura novedosa del régimen y la propaganda política, y la construcción de discursos hegemónicos. El cuarto capítulo aborda la tercera dimensión de análisis: el uso mediático. En este, la autora nos brinda un bonito recorrido por el uso de diferentes medios de comunicación (desde la prensa nacional hasta el cine, pasando por las imágenes de afiches creados en Lima y reapropiados con variaciones locales); un trayecto que permite comprender la importancia que lo mediático tuvo para el proyecto reformista. Sin embargo, Cant también anota algunos desfases entre los mensajes del aparato de la revolución y la propia mirada que tenían los campesinos de su rol en el proceso. A pesar de ello, se inclina por concluir que el uso intensivo de los medios de comunicación por parte del gobierno militar terminó por incentivar a las organizaciones campesinas a producir sus propios volantes, panfletos y boletines; y que se reapropiaron de la retórica oficialista para colocar sus propias demandas y hacer escuchar su voz.

El quinto y último capítulo reconstruye cómo en los años y décadas siguientes a la caída del régimen se fueron desmantelando algunos elementos introducidos en la opinión pública durante el gobierno revolucionario y, más bien, se instalaron nuevos sentidos comunes críticos y negativos sobre el velasquismo y la reforma agraria. Este es un capítulo que ofrece un recorrido interesante pero que, al mismo tiempo, resulta un tanto abarcador, por lo que ciertos temas quedan solo como enunciados.

Para concluir: ¿Cuál es el tema de fondo que atraviesa estos capítulos finales? En mi lectura, es el del poder; un poder expresado en la capacidad de inducir sentidos comunes en amplios sectores de la sociedad y la de “borrar” parte de la historia reduciendo la interpretación de un complejo fenómeno como la reforma agraria al fracaso de la cooperativa. Hoy en día, casi no hay espacio para el cuestionamiento de ciertas frases hechas y repetidas por una variedad de sectores, como “la reforma agraria fue un fracaso” o “fue algo hecho por comunistas”. La polarización crece, el debate se diluye.

Así, hacia el final del libro, la autora nos abre las puertas a una reflexión más general sobre la importancia del uso y control de los medios de comunicación en la sociedad y en la construcción de una memoria histórica. Discurre así entre la reforma agraria, el inicio de su desmantelamiento con Morales Bermúdez y la destrucción de buena parte del registro escrito y visual del proceso, el conflicto armado y la reforma neoliberal de los años noventa. También se refiere a los efectos de la violencia en la construcción de ese otro que sigue siendo el indígena y el campesino: para los sectores más conservadores, un otro que es también un “enemigo del progreso”; para los sectores progresistas, un otro que se convirtió en víctima. Así, Cant pone sobe la mesa el riesgo de las narrativas estatales posconflicto (CVR incluida), que podrían estar desactivando la idea de un ciudadano campesino políticamente luchador y comprometido durante la reforma para convertirlo en uno con menor agencia.

Desde esta discusión, y a la luz de lo ocurrido con el proceso de reforma agraria, la intención de la autora es llamar la atención acerca de la importancia de la generación de discursos y su circulación en el espacio público —así como sobre la posibilidad de elaborar discursos contrahegemónicos (aunque ella no lo dice así)—, del rol clave que pueden jugar los medios de comunicación y la dimensión simbólica en la construcción de los sujetos políticos dentro de la sociedad. Creo que es un tema actual y clave, así que, tanto por su importancia histórica como a la luz de lo que viene ocurriendo en nuestro país (el estallido social y las recientes movilizaciones regionales y rurales), esta es una lectura obligada.


[1] Este es el texto leído en la presentación del libro de Anna Cant (Lima, 19 de setiembre de 2023), con ligeras modificaciones de edición.