¿Por qué los Rolex nos importan?
Contra lo que muchos presagiábamos, el gobierno de Boluarte logró sobrevivir durante todo 2023. Ni la indignación ciudadana por los asesinatos de manifestantes, ni el aislamiento internacional, ni la falta de un bloque político propio pudieron traerse abajo lo que durante las primeras semanas pareció un gobierno extremadamente débil y vulnerable. Boluarte supo moverse con habilidad en el entramado de intereses del Congreso e incluso se permitió en febrero de este año el lujo de prescindir de quien hasta entonces era su principal valedor. Otalora se vio forzado a dimitir y parecía que por fin Boluarte se atrevía a volar sola.
Sin embargo, la situación ha cambiado en las últimas semanas. El estallido del escándalo de los Rolex ha movilizado a sectores de la opinión pública que hasta ahora parecían indiferentes a la suerte de la mandataria y ha reactivado las iniciativas para su sustitución. Las demandas de dimisión ya no solo vienen de la izquierda; también algunos sectores de la derecha comienzan a sumarse. Por primera vez en muchos meses, parece existir una posibilidad real de cambio de régimen, ya sea para que asuma un representante del Congreso o para que se adelanten las elecciones.
El detonante de este cambio de escenario es conocido: en lo que pudo ser la revancha del primer ministro destituido, la prensa independiente denunció que la mandataria exhibía en sus apariciones públicas relojes de alta gama, que a todas luces estaban más allá de sus posibilidades económicas. Boluarte trató al principio de ignorar la denuncia, pero pronto se fue hundiendo en un marasmo de excusas inconsistentes. La Fiscalía tomó cartas, registró la residencia privada de la mandataria en busca de pruebas y obligó a la presidenta a prestar declaración. Su respuesta consistió en un aquelarre de lealtad, al que se vieron obligados a asistir todos los ministros, junto con nuevas y cada vez más absurdas explicaciones.
Aún no está claro el desenlace, pues son muchos los intereses en juego, pero cada día parecen disminuir las posibilidades de que Boluarte complete su mandato. Para una parte de quienes durante el año pasado mantuvieron viva la indignación, las actuales dificultades de la presidenta tienen un regusto agridulce. Se alegran de la posible caída de Boluarte, pero lamentan que sea por un escándalo menor en comparación con la represión y muerte de quienes reclamaban a inicios del año pasado la reposición de Castillo en las calles de Ayacucho, Cusco, Puno, Lima y otras partes del Perú. Este supuesto desbalance moral se ha convertido en objeto de amargas reflexiones. Las élites peruanas y la clase media, nos dicen estos sectores críticos, serían tan racistas e indiferentes a la suerte de sus compatriotas que los Rolex les importan más que los cadáveres. Una vez más quedaría de manifiesto la podredumbre de la sociedad peruana, su profunda desintegración y la falta de empatía de los sectores favorecidos, especialmente los capitalinos, por sus compatriotas.
Como suele ser habitual, estos reclamos son más intensos en las redes sociales y en los sectores de izquierda opuestos al Gobierno. Sin embargo, creo que parten de una premisa equivocada: lejos de ser el producto de una supuesta excepcionalidad negativa de la sociedad peruana, es bastante frecuente que los regímenes autoritarios acaben cayendo por asuntos aparentemente menores. Por citar algunos ejemplos, el detonante de la Primavera Árabe fue el suicidio de un vendedor ambulante en Túnez, a quien la policía había requisado su mercadería; la rebelión contra Ceaușescu se inició en diciembre de 1989 con la detención de un sacerdote en una ciudad de provincias; y los mayores apuros del régimen del régimen de Franco, en España, se debieron al llamado caso Matesa, un episodio de corrupción que acabó con la primera dimisión forzada de ministros treinta años después de la Guerra Civil. Nada que no hubiera ocurrido mil veces antes, pero que en un determinado momento desencadenó procesos de cambio mayores.
Estos escándalos aparentemente menores deben su potencialidad a que son detonantes de tensiones subterráneas que encuentran dificultades para manifestarse, ya sea por la represión o porque existe un clima de apatía y desencanto entre la ciudadanía. Nadie puede saber cuándo ni cómo ocurrirán. Sin embargo, un repaso a la historia nos muestra que en la mayoría de los casos suelen coincidir tres condiciones que, si bien no explican por qué se producen, ayudan a entender sus repercusiones. En primer lugar, los escándalos detonantes suelen tener su raíz en una falla moral evidente por parte de los gobernantes. No en un cualquier crimen, por muy fuerte que pueda ser, sino en aquellos que generan unanimidad moral. En el universo de las ideologías extremas, puede llegar a justificarse el asesinato de un rival político en aras de valores superiores o de la defensa de la patria, pero nadie justifica el enriquecimiento ilícito y la exhibición impune de esas riquezas. Incluso el apoyo férreo que sus seguidores prestaban a Pinochet se resquebrajó en los últimos años cuando se evidenció que durante su mandato había acumulado una pequeña fortuna.
En segundo lugar, los escándalos que se convierten en detonantes de crisis de regímenes autoritarios se apoyan en la existencia de una verdad social compartida, que puede no haberse manifestado hasta entonces de manera abierta, pero que se haya muy extendida. Nadie dudaba de que Ceaușescu o Ben Ali eran dictadores, así como nadie duda de que nuestra clase política peruana es corrupta. Los Rolex no son importantes porque nos descubran una verdad oculta, sino porque nos impulsan a indignarnos por lo que ya sabíamos. Son la gota que rebalsa el vaso, nos moja la pierna y nos hace sentir demasiado incómodos como para no reaccionar.
La tercera condición, tan importante como las anteriores o quizás más, es que los escándalos detonantes son realmente peligrosos para los regímenes autoritarios cuando tienen un componente carnavalesco. Cuando evidencian la ridiculez del poder y pueden convertirse fácilmente en objeto de chistes. Nada deslegitima más a los gobernantes que la burla de quienes deberían temerlos o al menos respetarlos. Pero más allá de esa deslegitimación, la risa nos descubre un terreno compartido, resuelve los problemas de coordinación entre diferentes sectores que tanto limitan las protestas ciudadanas en nuestro país y genera consensos allí donde las palabras no alcanzan. Un escándalo con toques carnavalescos es tan peligroso para la continuidad de un gobierno como cualquier indignación moral. Y cuando ambas cosas se combinan el coctel puede ser fatal para los gobernantes.
El escándalo de los Rolex cumple estas tres condiciones: evidencia una falta moral indiscutible por parte de la presidenta, se condice con sentidos comunes preexistentes sobre la naturaleza de la clase política peruana y, gracias a las sucesivas intervenciones de la gobernante y sus cantinflescas explicaciones, se ha convertido en un sainete. Son decenas los chistes que todos hemos hecho sobre el “préstamo” de los relojes, los memes sobre el wayki que hemos compartido y las bromas de las que nos hemos reído, incluso con quienes piensan muy diferente de nosotros. Que esto sea así, que Boluarte pueda caer por exhibir un reloj y no por la muerte de medio centenar de compatriotas, puede resultarnos incómodo o incluso indignante, pero forma parte de la condición humana. Sumada con el humor corrosivo, la indignación moral puede lograr lo que no tiene suficiente fuerza por sí misma para conseguir. Los malvados pueden aprender a vivir con Savonarola, pero con Bajtin lo tienen más difícil.