
Pasar factura y recuperar la democracia en las calles
El viernes 10 de octubre amanecimos con un nuevo presidente. Durante la madrugada, Dina Boluarte fue destituida con 122 votos a favor, acusada de incapacidad moral permanente. En su lugar asumió José Jerí, un político cuya trayectoria está marcada por una denuncia por violación sexual. A Jerí se le ordenó recibir tratamiento psicológico por impulsividad y conducta sexual patológica, pero incumplió la disposición judicial, motivo por el cual se le abrió un proceso por desobediencia a la autoridad. Y sí, esta denuncia fue archivada por el fiscal Tomás Gálvez por falta de evidencia; un archivo que huele más a favor político que a justicia.
En mi opinión, el problema no es que José Jerí haya asumido el cargo de presidente. Finalmente, esa es la línea sucesoria establecida por la Constitución. El problema es que los congresistas, a los que parece importarles mucho la moral, han aceptado su designación y lo avalan. Esta contradicción no es un accidente. No debería sorprendernos, pues es síntoma de un equilibrio de poderes que hace tiempo dejó de existir. Y frente a este contexto, solo la intervención ciudadana podrá reequilibrar la democracia.
Hasta hace apenas días, Renovación Popular, Fuerza Popular y Alianza para el Progreso figuraban como los principales protectores políticos de Dina Boluarte. La primera presidenta del Perú asumió el cargo en diciembre de 2022, y desde entonces enfrentó el rechazo de gran parte de la ciudadanía. Aun así, estas bancadas le brindaron respaldo constante, blindándola cada vez que su permanencia en el poder se vio amenazada.
Durante su mandato, Boluarte acumuló diversas investigaciones judiciales. Fue señalada por presunto cohecho pasivo impropio en el caso Rolex y denunciada por encubrimiento personal al facilitar la fuga de Vladimir Cerrón mediante un vehículo oficial destinado exclusivamente a la Presidencia. Pero lo más grave: se le imputó omisión impropia al no adoptar medidas para evitar el uso excesivo de la fuerza por parte de las Fuerzas Armadas y la Policía, lo que dejó decenas de civiles muertos y heridos en distintas regiones del país. También se le acusó de abandonar el cargo para someterse a intervenciones quirúrgicas estéticas mientras el Perú atravesaba la mayor crisis de seguridad ciudadana de este siglo.
Debido a estos casos, se originaron hasta siete pedidos de vacancia, que no prosperaron porque no alcanzaban las firmas ni los votos necesarios en el Congreso. Paradójicamente, aquellos pedidos —más justificados que el último aprobado— fueron bloqueados por bancadas como Fuerza Popular y Renovación Popular, que votaron en bloque para no admitirlos, escudándose en la supuesta defensa de la “continuidad institucional”.
Y recién ahora, las mismas bancadas que antes minimizaban los cuestionamientos decidieron bajarle el dedo. Quieren hacernos creer que, al igual que la ciudadanía, están hartos de la inacción frente a la inseguridad y que por fin condenan los hechos por los que Boluarte fue investigada. Pero la verdad es que recién actuaron cuando el costo político cambió de lado; recién después de que los puneños le recordaron a Phillip Butters —y a los políticos y candidatos de turno— que todo se devuelve.
Este repentino accionar coordinado no demuestra un despertar moral, sino cálculo político puro. Ni la estabilidad ni la voluntad ciudadana les importan. Lo único que buscan es preservar el control. La caída de Boluarte y el ascenso de Jerí no rompen con el patrón de este Congreso; por el contrario, lo confirman. Están haciendo lo que mejor saben hacer: mover las piezas según su conveniencia para mantener el poder. Y ya que ni el Poder Ejecutivo ni el Judicial han sido capaces de ponerles límites, el Parlamento ha vuelto a consolidarse como el centro real del poder político en el país.
Con los tres poderes del Estado fracturados y un Congreso que concentra el poder para su propio beneficio, no queda espacio para esperar soluciones desde arriba. En este escenario, la ciudadanía se convierte en el único contrapeso real. El caso Merino lo demostró: cuando las instituciones fallan, la calle puede restablecer el equilibrio que la política rompe.
Hoy estamos frente a una situación aún más grave. Quienes detentan el poder e impulsan leyes que favorecen la criminalidad e impunidad son los mismos que postularán el próximo año, dispuestos a perpetuar el mismo patrón de captura institucional que ya conocemos. Es precisamente por eso que no podemos esperar a las elecciones y pretender que un voto será suficiente para mostrar nuestra desaprobación. Es ahora cuando debemos, como en Puno, pasarles factura; demostrarles que recordamos, desaprobamos y condenamos. Protestar no amenaza la democracia; la defiende cuando las instituciones fallan. Es el recordatorio de que el poder tiene límites, y si la ley no los pone, los pone la gente.
Nuestra historia reciente lo ha demostrado: el equilibrio de poderes no se recupera esperando que quienes lo rompieron decidan repararlo. Se recobra en las calles, con una ciudadanía que no delega su destino en manos de quienes ya traicionaron su confianza.