Las preguntas abiertas sobre la estabilidad peruana
América Latina está viviendo un proceso de cambios en diferentes direcciones y en donde se integran, a veces, y en otras se dispersan proyectos, intereses y reclamos ciudadanos. Quizás un rasgo común son planteamientos radicales asociados a oposiciones extremas de los actores que intervienen en conflictos que no parecen tener punto final en Venezuela, Brasil, Chile, Colombia, Bolivia, Ecuador y Argentina. Ya no puede pensarse las relaciones entre política y sociedad con los esquemas convencionales que estuvieron vigentes, hasta poco tiempo atrás, en las ciencias sociales, y, en todo caso, sabemos que de una u otra manera estas relaciones debemos pensarlas en términos más acuciosos y exigentes si nos interesa entender lo que sucede y nos preocupa, también, la calidad de nuestras democracias. En el Perú, asistiríamos a un privilegiado cuadro de estabilidad. Se ha argumentado que estamos ante la “frágil felicidad”[1] de poder sacar partido de la desconexión entre élites económicas, políticas, intelectuales y académicas y, por otro lado, una sociedad que tiene otras prioridades, limitándose a aprobar o desaprobar decisiones del gobierno, pero deliberadamente situándose al margen de lo que se establece desde el poder.
En parte de la región, los movimientos sociales desbordan aquello que pueden ordenar los partidos, en ocasiones los desplazan; obligan a las organizaciones políticas a cambiar agendas y estilo de presentación. En estas condiciones las previsiones de lo que puede ocurrir son menos seguras y no existen razonables márgenes de certeza en relación a los probables desenlaces.
En el caso peruano, el desacople entre mediaciones políticas locales, regionales y nacionales, junto con otras razones, impide la articulación de demandas entre diferentes movimientos o la proyección en el conjunto de la política del país de alguno de ellos. Quizás la preconizada gobernabilidad que se señala haber logrado extrañamente no se sustenta en la legitimidad de sus instituciones sino en la indiferencia con que ellas son percibidas.
Las condiciones de este equilibrio se acompañan de un generalizado escepticismo sobre los logros que pueden obtenerse de una convocatoria electoral realizada por el mismo gobierno al que se apoya. Los puntos que fundamentan la aprobación al Presidente se asocian a la disolución del Congreso y a la lucha contra la corrupción. La disolución del Congreso es respaldada tanto porque se entiende que había que superar los entrampamientos de un gobierno dividido por actitudes irreductibles de la oposición, la intención de desplazar a grupos autoritarios y de disposición inflexible. De otro lado, en el revés de la trama, también hay valoraciones y actitudes propias de la antipolítica en donde la mayoría de los representantes y mediadores se encuentran bajo sospecha. La lucha contra la corrupción es percibida como acertada en su actuación y necesaria de realizarla hasta sus últimas consecuencias. No se ha llegado, por ahora, a una situación comparable con el caso brasileño, en donde, tras procesos judiciales bien fundados o no, se filtraron intereses de búsqueda de recomposición del sistema político, que supuso el surgimiento de una ultraderecha radical que directa o indirectamente supo sacar partido del modo en que se desempeñaba el sistema de justicia.
La pugna electoral del 26 de enero ubica algunos partidos en los primeros lugares en el marco de una situación que puede presumirse como sujeta a cambios coyunturales en la decisión de los electores. Se encuentra una visión desarrollista de centro de Acción Popular; una autoritaria, conservadora y a la vez defensora de la economía de mercado, que es Fuerza Popular; los lazos que podría establecer un partido-empresa como el de Acuña y su capacidad de penetración en distintos espacios regionales; el, por ahora difuso, discurso tecnocrático de Guzmán y, en una condición de aislamiento, una izquierda con restringida capacidad de convocatoria y sin propuestas consistentes elaboradas.
En este marco, se ha introducido además, como una explicación, la existencia de un vasto universo informal. El Perú es el país de América Latina donde es mayor la segregación en el acceso a la calidad de la educación y otro tanto ocurre en la ocupación de espacios, particularmente los urbanos. En estas condiciones pueden coincidir iniciativas empresariales exitosas de los informales en la que la inserción en una economía de mercado puede guardar correspondencia con relaciones de desconfianza tanto respecto a la política como en las relaciones interpersonales. Por otro lado, entre los llamados informales existe un vasto grupo en condiciones de pobreza y postergación. En estas circunstancias, el llamado liberalismo popular puede ser una estrategia predominante en lo económico, pero en términos políticos no logra definir los rasgos de esta opción en la afirmación de garantías y reconocimiento de derechos.
Por otro lado, se ubican las clases medias tradicionales que en contextos de precariedad laboral no pueden hacer valer sus intereses ni su preocupación en salud, educación y otros temas que, de encontrarse en condiciones de mayor seguridad, serían tema de demandas que se expresaran ante las autoridades.
Quizás, sea necesario tener en cuenta que acaso estemos disociando demasiado la idea de la vigencia de un orden democrático con la construcción de una comunidad política que lo sostenga.
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[1] La imagen es de Todorov