El gobierno de la antidemocracia
El gobierno de Dina Boluarte fue instalado como consecuencia inesperada de los brumosos sucesos ocurridos el 7 de diciembre de 2022, los cuales, entre otras cosas, incluyeron el golpe de Estado fallido de Pedro Castillo. Al cumplir un semestre en el poder, Boluarte presentó un balance denominado “Informe de gestión a los seis meses de gobierno”. Lo hizo mediante el ceremonial propio de un mensaje presidencial, en Palacio de Gobierno, acompañada de su Consejo de Ministros en pleno. Pero esta vez, además del acostumbrado recuento de obras y acciones gubernamentales, el balance estuvo orientado a posicionar una idea central: que el principal logro del Gobierno ha sido preservar el orden democrático y recuperar la estabilidad en el país.[1]
¿Es esto cierto? ¿El gobierno de Boluarte ha conseguido preservar el orden democrático? ¿Ha recuperado la estabilidad democrática y social en el país? A fin de cuentas, ¿qué tipo de régimen es el que existe en el Perú desde el 7 de diciembre pasado?
Seis meses después del sacudón golpista de Castillo y la sorpresiva juramentación de Boluarte, sigue sabiéndose poco sobre el fondo de los hechos ocurridos entonces. No cabe duda de que Castillo y su entorno de confianza más inmediato —conformado entre otros por la entonces premier Betssy Chávez y Aníbal Torres, su antecesor en dicho cargo— tenían varias cartas bajo la manga, a la espera de lo que ocurriera en el Congreso ante la votación de una posible vacancia. Una de esas cartas fue exhibida la noche anterior, el 6 de diciembre, cuando Castillo propaló un breve mensaje presidencial y prometió respetar los cánones democráticos. Mintió descaradamente, pues la mañana siguiente optó por patear el tablero y decretar un golpe de Estado que, en apenas tres horas, culminó con su apresamiento y la acelerada juramentación de Boluarte. Contra lo que esperaba el mandatario, ni siquiera la Policía Nacional, que creía tener bajo su control, respaldó su intentona golpista, y, por el contrario, se alineó con las Fuerzas Armadas, el Congreso y el Ministerio Público para defenestrarlo del poder sin necesidad de recurrir a la anunciada vacancia. Dicha coalición no tuvo más opción que juramentar a Boluarte con el fin de hallar una salida con suficientes visos de legalidad como reemplazo a Castillo.
Si Castillo buscó asilarse en la embajada de México, o si, por el contrario, solamente quería dejar a su familia a buen recaudo, al emprender la precipitada huida de Palacio de Gobierno que acabó con su detención por parte de su propia escolta presidencial, resulta algo anecdótico. Lo que sí parece un hecho decisivo previo es el impacto de las declaraciones de Salatiel Marrufo en el Congreso esa misma mañana, las que incluyeron detalles respecto a la corrupción de su gobierno e incluso la entrega de 50.000 dólares mensuales al propio mandatario con el fin de proteger a Geiner Alvarado (a quien había mantenido como su ministro de Vivienda inamovible). Pocas horas antes de que se reuniera el Congreso, esto habría precipitado la opción del golpe, pues aumentó el miedo presidencial respecto a la aprobación de la vacancia. Patear el tablero fue la última carta que un desesperado Castillo habría decidido tomar, al sentirse acorralado por las revelaciones en torno a su telaraña de corrupción y manejo ilegal del poder. El resultado fue su anuncio sorpresivo de un golpe de Estado orientado a impedir la inminente votación de su vacancia en el Congreso. Un golpe que, en realidad, no tenía forma de ir más allá de la imagen patética de un presidente tembloroso, leyendo un mensaje preparado como última carta de salvación.
Antes de esos hechos, ya venía ocurriendo un acelerado realineamiento de las fuerzas políticas en puja, tras el oscuro objeto del deseo consistente en remover de cualquier forma al presidente electo. El fin era tomar el control de las riendas del Ejecutivo, pero con suficiente apariencia de legalidad y constitucionalidad. A ese fin, más que a un auténtico afán de honestidad y rechazo a la corrupción, respondía el intento de vacancia orquestado en el Congreso. En realidad, desde la sorprendente elección presidencial de 2021, el principal objetivo de la derecha política y económica del país fue la remoción de Castillo. Incluso antes de que este asumiera la presidencia, desconocieron los resultados y empezaron una caza de brujas contra las propias autoridades electorales. Pero lo que seguramente no esperaban era que el propio Castillo les facilitara las cosas, entregándoles su cabeza en la bandeja de plata de un golpe de Estado inoperante. Así acabó la epopeya política del “Profe”, el cual, contra el viento y la marea de casi todo el poder económico y político del país, había logrado ganar las elecciones arrastrando una votación en gran medida pobre, campesina y provinciana, tras la promesa radical de un cambio de rumbo del país en democracia.[2] El 7 de diciembre de 2022 esa promesa terminó de convertirse en fiasco, y el fiasco tomó la forma de una súbita sucesión presidencial que, al cabo de pocas semanas, se mostró como pesadilla.
Previamente a los sucesos del 7 de diciembre, la pieza que faltaba en el plan de un golpe congresal con apariencia de continuidad constitucional era la aquiescencia de Dina Boluarte.[3] Otras opciones —como la juramentación de un representante del Congreso o del Poder Judicial— eran insuficientemente contundentes en términos políticos más que legales. Por eso, desde semanas antes, los acercamientos entre una Boluarte cada vez más distanciada de Castillo y las fuerzas políticas interesadas en empujar la vacancia se fueron acelerando. El operador por parte de la vicepresidenta fue Alberto Otárola, quien posteriormente pasaría a ocupar el Ministerio de Defensa del nuevo gobierno, y, tras las protestas y sangrienta represión gubernamental, decidió auto encumbrarse como premier. La crisis generada por el desembalse de la protesta social, que ni el nuevo gobierno ni sus aliados esperaban, empujó a Otárola a dejar su cómoda posición de hombre poderoso tras bambalinas. Así, con el fin nada santo de salvar su propio pellejo, terminó de asumir el triste papel de un Rasputín peruano sediento de mantener su cuota de poder a cualquier costo.
Dos días antes del torpe suicidio de Castillo y la súbita conversión de Boluarte en flamante presidenta, en el Congreso se había acordado el archivamiento de las denuncias constitucionales presentadas contra ella, lo cual la habilitaba para poder acceder al sillón presidencial. Hasta ahora no se conoce con detalle el teje y maneje de este acercamiento entre el entorno de la entonces vicepresidenta y la derecha congresal, pero es claro que dicha cercanía se convirtió, debido a las circunstancias del golpe, en un pacto explícito (pero al mismo tiempo sumamente hipócrita) de poder y mutua sobrevivencia política. Un pacto sin escrúpulos, aunque pegado con babas, pues para la derecha política y económica del país, incluyendo al fujimorismo, Boluarte y su Rasputín representan simples piezas para usar y, en el mejor momento, descartar del escenario. Lo que en el fondo la derecha y el resto de poderosos del Perú anhelan es retornar a los años felices del crecimiento neoliberal con piloto automático. Los grupos de poder creen impúdicamente que el país les pertenece, y que la política, al fin y al cabo, es un estorbo, un “ruido” que a veces hace eco con las calles, impidiendo concretar la aceleración del crecimiento que nos llevará a la meta de ser un país del primer mundo.[4]
Lo que queda claro es que el régimen que gobierna actualmente al Perú es la criatura política de ese pacto de poder que apunta a la restauración de la perdida pax neoliberal que estuvo vigente desde la década fujimorista del final del siglo pasado. Se trata de una coalición que tiene, por eso, un tufillo a fujimorismo con sed de venganza, pues Keiko Fujimori jamás se repondrá de haber sido derrotada en las elecciones de 2016 y 2021. Dicha coalición que sostiene al régimen está integrada, de un lado, por varias agrupaciones de derecha y el fujimorismo, que operan desde el Congreso, pero resultan adecuadamente secundadas por otros actores, tales como los grupos empresariales, el Ministerio Público y las Fuerzas Armadas. Una de sus orientaciones fundamentales, con la complicidad de un Poder Ejecutivo secuestrado por su propia angurria de poder, es el copamiento y debilitamiento de aquellas instituciones estatales que podrían dificultar sus planes de sobrevivencia política y control desmedido del poder. De allí que han coincidido incluso con sectores de izquierda radical, interesados también en conservar alguna tajada de la torta estatal. Ejemplo de ello es el vergonzoso acuerdo que permite a Perú Libre controlar la Defensoría del Pueblo a cambio de permitir a la derecha y el fujimorismo extender sus tentáculos hacia las joyas de la corona: el Tribunal Constitucional y, probablemente, en el futuro próximo, los propios organismos electorales.
Los poderosos gremios empresariales, de la noche a la mañana, parecen haberse hecho humo en la escena pública, manteniendo así su respaldo tácito al Gobierno, pero también una cierta distancia que les permite una posición sumamente cómoda. Otro actor importante son sin duda las Fuerzas Armadas. Su respaldo al régimen es el anverso de una medalla que muestra el papel tutelar del poder militar en la coalición de poder instalada desde que ocurrieron los hechos del 7 de diciembre. Su reverso es un acuerdo de mutua conveniencia, orientado a evitar rendir cuentas por el asesinato de una cincuentena de personas durante las protestas ocurridas entre diciembre de 2022 y marzo del presente año. El Gobierno les asegura a los militares una impunidad que hace recordar los peores momentos de la época de violencia política del final del siglo anterior. A cambio, las Fuerzas Armadas garantizan la apariencia de orden y tranquilidad que parece tener vigencia en el país en estos días. Por supuesto, la situación real es bastante diferente. Tal como reza un dicho popular, las aguas calmas a veces suelen ser el anuncio de nuevas tempestades. De hecho, en el sur andino —especialmente en Puno—, durante todos estos meses se ha mantenido el rechazo activo de una sociedad movilizada en contra del régimen; más aún después de las matanzas. Es que la memoria inmediata es un ingrediente clave que no solo permite transitar el duelo, sino también mantener encendido el anhelo de justicia.
En el otro lado de la coalición gobernante se encuentra el Poder Ejecutivo. Los personajes que parecen llevar la sartén por el mango son Boluarte y Otárola; pero en realidad se trata de un binomio de advenedizos completamente carente de algún respaldo efectivo, pues no cuentan con partido propio ni base social organizada y ni siquiera —como acaba de traslucir Keiko Fujimori al sugerir que podrían adelantarse las elecciones generales— con el respaldo verdadero de sus circunstanciales aliados políticos. Así que su discurso triunfalista en torno a los resultados del primer semestre de gobierno esconde más bien su desmedida ambición de poder, así como su temor a rendir cuentas por los crímenes de lesa humanidad cometidos bajo su responsabilidad política. Al fin y al cabo, tal como acaba de revelar la propia Boluarte al sugerir que ahora piensa gobernar hasta 2026, se trata de mantenerse en el poder de cualquier forma y a cualquier costo.
La ilegimitidad que rodea al régimen, así como su lejanía frente a la población, se ha dejado notar no solo en las encuestas, sino también en múltiples lugares en los cuales la gente ha rechazado la presencia de Boluarte, Otárola y sus ministros. El Gobierno no solo mantiene una enorme debilidad externa —reflejada en el papelón que le tocó escenificar a Otárola en la reciente cumbre presidencial de América del Sur realizada en Brasil—, sino también una inusual soledad interna. La recuperación de la estabilidad interna de la cual se ufanan refleja más bien el hecho de que la disminución de las protestas desde marzo pasado no ha redundado en un apoyo activo al régimen. Pero la inercia reinante no es la misma en todos lados. De hecho, a medida que avanzan los meses, nuevamente en diversas regiones del sur comienza a movilizarse y organizarse el descontento predominante, y es posible que otra vez se asomen protestas activas en exigencia de nuevas elecciones.
De otro lado, la supuesta preservación del orden democrático propalada con bombos y platillos por el Gobierno consiste más bien en la perversión del funcionamiento de la democracia en beneficio del arrasamiento de todo interés público; el Estado como coto exclusivo de intereses privados, legales e ilegales, formales e informales. El debilitamiento y el copamiento de las instituciones que actualmente se encuentra en marcha anuncian que en la sociedad peruana acaba de tomar vuelo un nuevo experimento político consistente en la vigencia de un régimen completamente ilegítimo, que no se sostiene en el resultado de las urnas o en la opinión pública, sino más bien en la inercia de la descomposición política. El terreno en que el peculiar autoritarismo del régimen echa raíces exhibe una crisis de representación extrema que ha minado las posibilidades de mediación política de todos los actores, abriendo paso a una nueva forma de poder pactado.[5] Y como han mostrado los muertos y heridos de Puno, Apurímac, Ayacucho, Cuzco, Arequipa y otras regiones que fueron escenario de las protestas contra el régimen, se trata de una supuesta democracia que no tiene reparos en el uso de la violencia estatal, incluso por encima de cualquier noción indispensable de derechos humanos y respeto a la vida.
Tras bambalinas de la puesta en escena del mensaje de balance de sus primeros seis meses, sucede que el Gobierno actual se halla bastante lejos de la pretendida estabilidad y orden democrático que dice representar. No se trata de una dictadura per se, como las que nos habituamos a ver en América Latina en la segunda mitad del siglo pasado. Tampoco es un remedo del fujimorismo, en la forma de aquellos “autoritarismos competitivos” que justamente comenzaron a aparecer en el Perú fujimorista, como sugirieron en su momento algunos estudios de política comparada.[6] Es posible pensar que se trata más bien de un nuevo tipo de régimen autoritario, cuyos rasgos y alcances solo podremos apreciar a cabalidad en el futuro inmediato. Contra lo que piensan Otárola y Boluarte, su gobierno no es uno de preservación democrática ni recuperación de la estabilidad. Es más bien el gobierno de la antidemocracia.
Ilustración: Margoth Rojas
[1] Es lo que destaca el spot publicitario ampliamente difundido por el Gobierno, el cual puede verse en: <https://www.youtube.com/watch?v=L4qdXvJgZmw>. Hasta el momento, en la plataforma oficial de la Presidencia de la República (https://www.gob.pe/presidencia) no se ha publicado el texto completo del informe.
[2] En torno a las elecciones de 2021 véanse los ensayos reunidos en el libro: El Profe. ¿Cómo Pedro Castillo se convirtió en presidente del Perú y qué pasará a continuación? (Lima, IEP, 2021).
[3] Boluarte fue la única vicepresidenta electa en 2021, pues el JNE declaró improcedente la postulación de Vladimir Cerrón, al ser sentenciado por actos de corrupción durante su gestión como gobernador regional de Junín.
[4] La Suiza latinoamericana a la cual se ha referido más de una vez Mario Vargas Llosa, o aquella “potencia mundial” en que Rafael López Aliaga, actual alcalde de Lima, ofreció convertir a la ciudad una vez elegido. Sin embargo, su gestión al frente del municipio más importante del país ha resultado tan ineficaz e inepta como el propio paso de Castillo por Palacio de Gobierno. Ocurre que, en el Perú, la derecha neoliberal y la izquierda radical pragmática comparten en el fondo un horizonte similar de expectativas y anhelos de poder antes que representar un verdadero proyecto de transformación democrática.
[5] Vergara y Barrenechea han propuesto que el contexto corresponde a un vaciamiento o dilución del poder, pero más que la ausencia o vacío, necesitamos conocer qué hay, cómo funcionan el poder y la política realmente existentes ahora en la sociedad peruana. Más que un vacío, se puede reconocer por ejemplo que la crisis de representación y de los partidos va asociada a la actuación de redes formales e informales de poder en distintos ámbitos y territorios. Ver: Alberto Vergara y Rodrigo Barrenechea, “Peru: The Danger of Powerless Democracy”, Journal of Democracy, 34: 2, april 2023.
[6] Sobre todo, Steven Levitsky y Lucan Way, Competitive Authoritarianism. Hybrid Regimes after the Cold War. Cambridge: Cambridge University Press, 2010.