
De la noche a la nada
Los regímenes autoritarios parecen muy sólidos hasta 15 minutos antes de derrumbarse. Lo volvimos a ver el pasado jueves. En otro ejemplo del quebrantamiento político en que vivimos desde hace una década, la destitución de Boluarte la noche del 9 de octubre fue al mismo tiempo esperada e inesperada. Producto del frío cálculo político y de la más precaria improvisación.
Boluarte había superado los mil días en el poder gracias a un estilo de gobierno que combinaba sumisión a los intereses de los grupos que dominan el Congreso, habilidad para maniobrar en corto y una férrea voluntad de aferrarse al poder. Sobrevivió a las protestas más importantes y sangrientas de la historia reciente del Perú. Sobrevivió a niveles ínfimos de aprobación. Sobrevivió a la vergüenza y la burla que suscitaron los escándalos de los Rolex y las operaciones de estética; a la humillación que suponía cada solicitud de viaje al extranjero, al ninguneo al que la sometían la mayoría de los presidentes extranjeros y al desprecio de los ciudadanos. Todo por mantenerse en el poder y ganar tiempo ante la perspectiva de un futuro negro cuando dejara el cargo.
Y, sin embargo, en menos de 24 horas, todo se vino abajo. Muchos observadores ya habían adelantado que esto sucedería; que era muy probable que, ante la cercanía de las elecciones, los congresistas trataran de borrar sus huellas ofreciendo al electorado la cabeza de la presidenta más repudiada de nuestra historia. Lo que seguramente no esperaba nadie es que todo ocurriera tan rápido y de una manera tan atropellada: literalmente a medianoche, mediante un proceso exprés que apenas concedió a la presidenta un plazo de tres cuartos de hora para apersonarse ante el pleno y defenderse antes de su simbólica ejecución.
Fue un procedimiento simbólicamente violento, con congresistas interrumpiéndose unos a otros, presentando sucesivas mociones para llevarse el mérito de la defenestración y votándolas de manera desordenada. Mediante este espectáculo, trasmitido en riguroso directo, el Congreso buscaba borrar cualquier traza de complicidad con un gobierno que todos sabemos que solo respondía ante ellos. El resultado fue una purga institucional que dejó en evidencia el oportunismo, la improvisación y quizás también el miedo de los congresistas ahora que las elecciones se acercan.
No parece que hubiera un plan preconcebido, sino más bien un impulso al que todos se sumaron una vez que tomó velocidad. Incluso quienes días antes rechazaban la vacancia dieron su voto a favor, hasta seis veces en algunos casos. Nada ejemplifica mejor esta combinación de improvisación y cinismo que las dos imágenes por las que seguramente recordaremos la noche del 9 de octubre: la sonrisa nerviosa de Fernando Rospigliosi, con la banda presidencial puesta al revés, y el frustrado mensaje a la nación de Boluarte.
Especialmente patético fue lo de Boluarte. Demoró tanto que cuando quiso hablar ya era un fantasma. Rodeada de ministros que ya no eran ministros, la presidenta que ya no era presidenta recitó una letanía de supuestos logros ante una audiencia inexistente. Tras los primeros minutos, previendo lo que venía, todos los canales cortaron el mensaje o lo redujeron a una pequeña ventana lateral sin sonido, evidenciando que lo que dijeran Boluarte y sus acólitos ya no importaba a nadie.
En 1986, la televisión filipina hizo algo parecido: cortó el discurso de Ferdinand Marcos en plena crisis política. En octubre de 2000, la televisión serbia se negó a trasmitir un mensaje en el que Milosevic llamaba a sofocar las protestas que inundaban las calles de Belgrado. En Egipto, durante la Primavera Árabe, el canal público se pasó en directo al bando rebelde. Pero, aunque también pudo haber consideraciones oportunistas, en todos estos casos los apagones televisivos ocurrieron mientras los acontecimientos estaban en curso y requirieron de un cierto coraje por parte de quienes los llevaron a cabo.
En el caso de Boluarte fue simple ninguneo. Una presidenta ya sin poder real, sin apoyo político ni social, fue ignorada por completo. Su caída fue menos un colapso que una evaporación. Su discurso final, pasada la medianoche, parecía una cápsula del tiempo enviada desde un gobierno que ya no existía, dirigida a una ciudadanía que ya no esperaba nada.
La escena también ejemplifica lo pésimamente aconsejada que Boluarte estuvo en las últimas semanas. Ni supo ver lo que se le venía encima ni supo responder cuando las cartas empezaron a ponerse boca arriba. Salmodiar, pasada la medianoche, una segunda edición de su discurso de Fiestas Patrias es algo que, sin duda, no pasará a la historia de la estrategia política. Su capacidad de maniobra era reducida, pero sus errores durante las 12 horas críticas de la censura exprés terminaron de arruinar sus posibilidades.
La valoración va más allá de consideraciones personales. Incapaz de generar ni siquiera el interés de los canales de televisión, la presidencia ha quedado reducida a un espacio simbólico, subordinado a los vaivenes del Congreso y a los cálculos de corto plazo. Se contrata a un presidente como se contrata a un subalterno sin demasiada relevancia. Y se lo despide de la misma manera. Los primeros días del nuevo presidente no auguran que este vaciamiento de la figura presidencial vaya a cambiar. La lentitud para formar un nuevo gabinete evidencia que Jerí, quizás demasiado ocupado en borrar sus redes sociales, carece tanto de proyecto como del capital político necesario para convocar y convencer.
Para los más optimistas, todo esto abre la posibilidad de una regeneración política. Quizás ahora sí las calles tomen la palabra. Quizás la esperpéntica escena del jueves haya sido un error de cálculo: una maniobra demasiado cínica incluso para lo que estamos acostumbrados a soportar. En esta línea no faltan quienes ya atribuyen la caída a las movilizaciones de la generación Z o a las protestas ocurridas en Puno, y llaman a continuar las protestas.
Lo veremos en las próximas semanas. Pero lo que queda claro es que el problema no se limita a Boluarte y sus particulares circunstancias políticas. Aunque no les guste a los expertos en derecho constitucional, las vacancias ya se han convertido en una parte estructural de nuestra dinámica política. En los últimos años han sido destituidos presidentes de izquierda, de centro y de derecha. La progresión es geométrica: Kuczynski enfrentó dos pedidos de vacancia presidencial antes de caer, Vizcarra otros dos, Castillo tres y Boluarte ocho. No hay ningún motivo para pensar que será diferente con el presidente (o presidenta) que asuma tras las elecciones de abril.
De la noche a la nada, la política peruana se ha vuelto experta en sobrevivir a sus propias crisis sin resolver ninguna.