Racionales/irracionales y política (parte II)

 

Decía en el texto anterior que los actores políticos enfrentan un dilema esencial: anhelan maximizar sus carreras políticas, buscan acumular la mayor cantidad de poder posible y quieren sobrevivir por muchos años en el Estado; pero, al mismo tiempo, tienen que responder a las demandas y reclamos de sus representados, la rendición de cuentas (electoral y no electoral) los persigue y deben ceñirse a un marco de normas e instituciones que mantiene a raya sus impulsos y ambiciones personales. Para vivir de la política en el largo plazo, los políticos necesitan modular sus motivaciones en el corto plazo, calcular opciones y escenarios, y proyectar cómo dar cada paso en el espacio público para acumular más y más poder de forma que rinda la mayor cantidad de tiempo posible. Este sería un comportamiento “racional”. No obstante, en América Latina, donde las instituciones gozan cada vez más de menor respaldo ciudadano, la influencia de los poderes fácticos es constante y la relación ciudadano-político es compleja en torno a lo que implica hablar de representación política, el andamiaje de la racionalidad —o de lo que podríamos considerar racional para la práctica política— se desarma fácilmente. Una muestra de ello es lo que ocurre en el Perú actual.

¿Qué lectura del gobierno de Boluarte se puede realizar siguiendo esta argumentación? La respuesta corta es que el Gobierno responde a una lógica muy precaria: tiene comportamientos irracionales si se le analiza bajo las anteojeras del paradigma de la racionalidad política. Me explico. Entre las tres premisas de la racionalidad que articulan este texto, considero que el gobierno actual decidió concentrarse en la primera (a), sobre la cual se sostiene que los políticos buscan el poder para maximizar las probabilidades de alcanzar sus metas individuales y, en paralelo, aumentar su grado de influencia en el Estado. En el caso particular del Gobierno, las otras dos premisas de la racionalidad son rechazadas de plano: los intereses sociales se arriman a los márgenes de la agenda del Ejecutivo (b) y el marco institucional-democrático se subordina ante la imposición del poder político (c). En esa línea, el problema central sería que al privilegiar (a), Boluarte y compañía desmerecen el hecho de que la racionalidad política requiere ponderar el juego de premisas cruzadas donde intervienen (b) y (c). Por perseguir a pie juntillas la primera premisa, estarían eliminando las probabilidades de retener cuotas de poder a fin de mantenerse vigentes en la arena estatal en el mediano y largo plazo (la que sería, en principio, la racionalidad de todo político). Ello conllevaría jugar al “suicidio político”; es el autosabotaje de la lógica. Las decisiones adoptadas por el Gobierno desde su llegada al poder conducirían a bloquear cualquier escenario futuro donde sean partícipes de la política, cuando se presupone que viven para ello. Lo que hay son victorias pírricas dentro de una perspectiva racional y los envalentonados de hoy probablemente terminen pagando los platos rotos mañana.

Pero la teoría choca con la realidad, con nuestra realidad. Porque lo irracional puede llegar a ser perfectamente racional si se observa desde otros ángulos. Debemos interrogarnos, entonces, a qué se debe que el actual gobierno haya elegido transitar este sendero y no uno distinto. Para ello debemos considerar que los comportamientos políticos se despliegan dentro de un marco de condicionantes que merecen la pena resaltarse, y que le dan una coloratura particular al caso peruano. Los límites que contornean el proceso de toma de decisiones no son siempre homogéneos, y, por lo tanto, se vuelve necesario evaluar dicho proceso en función de las características del contexto y las coyunturas específicas.

En primer lugar, tenemos un sistema de partidos y, en general, del sistema político en su conjunto desgastado y desarticulado, cuya debilidad disminuye las posibilidades de resolver el conflicto a través de cauces institucionales. Sin liderazgos ni organizaciones, y peor aún, sin confianza ciudadana que respalde las decisiones de los actores políticos, las probabilidades de resolver las problemáticas múltiples que enfrentamos se reducen notablemente. Segundo, y relacionado al punto anterior, las oportunidades para construir carreras y trayectorias políticas sólidas son bastante reducidas en el Perú. Muy difícilmente habrá horizontes de estabilidad en la carrera de quienes desean dedicarse al quehacer político, por lo que el poder conquistado se saborea en el acto, sin reflexionar en lo que vendrá más adelante. En este punto es importante anotar cuánto daño le ha ocasionado al sistema político la eliminación de la reelección inmediata de autoridades regionales y locales en 2015 o la modificación constitucional en el referéndum de 2018 que prohibió la reelección inmediata de congresistas. En tercer lugar, una coalición política autoritaria ha venido ganando terreno en los últimos años, cuyo objetivo principal en este momento es contener el despliegue de la movilización social a través de la represión y de medidas arbitrarias que ponen en entredicho el Estado de derecho. Esta es una coalición que se aferra al poder con uñas y dientes, y encuentra a algunas de sus expresiones más conspicuas hoy en el Congreso de la República. Acá debemos enfatizar que, bien vistas las cosas, la lógica que soporta las decisiones de Boluarte y compañía por aferrarse al poder tiene como garantía la presencia de una coalición que le brinda respaldo y soporte, y que ha ido ganando adeptos en las calles. Estos tres condicionantes (sobre todo el tercero) inciden en el comportamiento gubernamental.

Por eso sostengo que, en función de la perspectiva empleada, el Gobierno demuestra una lógica racional/irracional: racional en el sentido de que depender de una coalición autoritaria es la única forma para asegurar su supervivencia en el corto plazo; irracional en el de que Boluarte y compañía muy probablemente no sobrevivirán políticamente en el largo plazo. Es un gobierno “jugado”, a estas alturas sin demasiadas opciones: la brecha entre ciudadanos/electores y el Gobierno es insalvable. De ahí que crezcan la represión y violencia contra las protestas, y que se justifique (y celebre) por parte de Otárola y otros personajes del Gobierno el uso desproporcionado de la fuerza ejercida por los efectivos policiales y los miembros de las Fuerzas Armadas. De ahí que, asimismo, se avance en consolidar la alianza del Ejecutivo con grupos de poder conservadores en el ámbito parlamentario, los medios de comunicación y la sociedad civil, quienes creen que la movilización popular es equivalente a desborde o terrorismo, y que por ende validan las decisiones gubernamentales basadas en la reinstalación del “orden” por medio de la fuerza.

El principal problema es que la composición de las alianzas que sustentan al Gobierno es frágil por decir lo menos. No es un detalle menor que Boluarte haya sido cabeza de un gobierno sacudido más de un año y medio por quienes la arropan actualmente. Sus coincidencias recientes con los grupos opositores sobre cómo el Estado debe manejarse en este tipo de situaciones se basan en el pragmatismo, pero no evitarán que, asumo, cuando la oportunidad sea oportuna, le bajen el dedo para buscar a un nuevo miembro/representante que brote del riñón mismo de estos sectores. ¿O acaso Boluarte considera que en el futuro podrá ser una candidata potable para los grupos conservadores? Por eso considero que ha cometido un suicidio político, un acto de irracionalidad política cuando se mira más allá de lo que pasa en las calles en este preciso momento. Decide apoyarse sobre la primera de las premisas de la racionalidad política, lo que puede acarrear victorias fugaces, pero derrotas insuperables a la larga. Es una política que duró lo que duró (aunque su gobierno, por el momento, prosiga en funciones).

Este tipo de comportamiento racional/irracional no es una excepción en la política peruana. La precariedad, el cortoplacismo y el pragmatismo de los actores políticos que han renovado, para mal, la escena política nacional en los últimos años destaca como un rasgo notorio del último quinquenio. La dificultad para construir carreras y trayectorias políticas estables, en parte por la debilidad de las organizaciones políticas, ha creado incentivos perversos que van en la línea de aprovechar al máximo el poder adquirido en las coyunturas propicias, exactas, como si no hubiese un porvenir. Es el éxtasis antes de la muerte. Algo similar advertimos con la disuelta bancada fujimorista del Congreso 2016-2019 o con la breve estadía del gobierno de Merino de Lama en noviembre de 2020. El poder político es un recurso valioso y funcional para quienes aspiran construir carreras políticas de largo aliento en el Estado, especialmente si se tiene entre manos. Eso mandaría una lógica racional. Pero el comportamiento de los políticos peruanos avanza a contracorriente de esta premisa, en parte condicionados o sometidos por fuerzas externas o extrapolíticas, por lo que podrían ser caracterizados como auténticos kamikazes profesionales.