Racionales/irracionales y política (parte I)
Pocas dudas quedan a estas alturas de que Dina Boluarte y su gabinete de ministros han optado por recorrer la vía autoritaria como estrategia para frenar el estallido social iniciado al poco tiempo de su proclamación como presidenta del Perú tras el fallido autogolpe de Pedro Castillo el 7 de diciembre de 2022. Como se sabe, las movilizaciones empezaron en las regiones del sur andino, con particular fuerza en Apurímac, Ayacucho, Cusco y Puno, y actualmente se concentran en Lima, donde han chocado en varios momentos contra la policía. La represión desproporcionada de las fuerzas policiales (y militares) contra el grueso de los manifestantes, quienes no son (en su enorme mayoría) “vándalos”, terroristas o miembros de grupos ilegales que advierten en el caos social una oportunidad idónea para avanzar sus propósitos particulares, ha dejado el lamentable saldo de cerca de sesenta ciudadanos fallecidos y más de un millar de heridos.
Pero este gobierno no solo ha hecho caso omiso a las responsabilidades y potenciales delitos de las denominadas fuerzas del orden, sino que ha redoblado la apuesta y ha validado públicamente los actos de represión contra la ciudadanía. El reclamo social que exige —no de forma cohesionada necesariamente— la renuncia de Boluarte, el adelanto de elecciones y la convocatoria a una asamblea constituyente ha quedado así aplastado frente a la imposición, la violencia y la impunidad que permea al actual gobierno. Más allá de posiciones personales sobre la conveniencia o no de (todos) los puntos de agenda presentes en las movilizaciones sociales, lo que es indefendible es la erosión del Estado de derecho (que se experimenta como, por ejemplo, la negación al derecho a la protesta) y el encumbramiento arbitrario de la policía como un suprapoder capaz de atentar contra la vida de los peruanos sin ningún tipo de consecuencia.
Lo mencionado es una realidad reconocida para un sector de la población, aunque contestada e incluso negada desde el espacio contrario. Entre quienes observan con desconfianza y desdén las movilizaciones persiste una actitud de negación inmediata acerca de lo que atañe a la legitimidad de las demandas de los protestantes, pues sucede lo mismo sobre todo aquel testimonio que denuncie el arbitrario uso de la fuerza por parte de la policía, aun cuando las grabaciones y evidencias son contundentes.
En todo caso, en este texto quiero intentar escapar un momento del recuento de los hechos coyunturales para articular una reflexión sobre las motivaciones por las que considero que el gobierno encabezado por Boluarte ha elegido seguir este camino y no otro, cuando bien pudo haber sido distinto el desenlace. Sostengo además que esta reflexión no aplicaría exclusivamente al mencionado caso, pues retrata en algún punto y de manera general el comportamiento de los actores políticos en, por lo menos, los últimos cinco años. Son las herencias del mediano plazo las que se reproducen una y otra vez.
Una forma de encarar el tema es valiéndonos de la noción de “autonomía de la política”. La discusión es larga y tiene ramificaciones múltiples sobre las que no me detendré aquí (que provienen de la filosofía política —además de transcurrir por la sociología—, más recientemente desde las escuelas de ciencia política), pero la idea medular establece que es muy posible (y necesario incluso) analizar al Estado y a sus personajes protagónicos, los políticos, como actores que sobreviven a base de una lógica propia de comportamiento distinta a la de otros espacios de la vida social. Según esta línea de razonamiento, los actores políticos no son sujetos cautivos de las presiones de los grupos dominantes, así como tampoco son autómatas que actúan en función de los condicionantes impuestos por sus respectivas “posiciones de clase”. Al contrario, los políticos tienen preferencias y objetivos individuales independientes de lo que las mayorías o los grupos de interés aspiran. Ellos podrían utilizar el poder político que concentran para avanzar hacia la realización de sus metas individuales desoyendo, en principio, cualquier presión o reclamo que amenace sus pretensiones particulares.
Podríamos decir que, a través de una de las aristas de la autonomía de la política, se pretende evaluar de manera “realista” la lógica de comportamiento de los políticos, quienes son puestos como actores que se interesan más en sí mismos y menos en los demás, y por tanto manifiestan actitudes egoístas que les sirven, a la larga, para maximizar sus beneficios y trayectorias políticas (véase Ames 1987).
Para que los políticos puedan cumplir sus ambiciones personales necesitan vivir de la política; requieren mantenerse vigentes en ella; es en ese terreno que pueden cumplir sus pretensiones; pero reconocen que eventualmente su posición privilegiada en el Estado terminará, ya sea debido al vencimiento de su mandato o a causa de la renovación natural necesaria u obligatoria de los espacios profesionales. Para los políticos, por tanto, será menester acumular la mayor cantidad posible de capital político durante su recorrido por el aparato público a fin de asegurar su supervivencia, ya que podrán utilizar estos valiosos recursos propios después para buscar retornar al Estado, tentando la ruta electoral o haciendo uso de su poder de influencia y llegada a los espacios de toma de decisión claves.
Así las cosas, los actores políticos se rigen por una racionalidad política que privilegiaría (a) perseguir sus intereses/motivaciones individuales y maximizar su influencia/poder en el Estado, ya sea desde dentro o fuera de este ámbito. Independientemente del eje ideológico o programático sobre el que a priori se posicionen los actores políticos, será la premisa (a) la que terminará orientando sus acciones y decisiones. La política es la ocupación y el trabajo a tiempo completo de los políticos, y de allí no esperan ser desterrados.
No obstante, hay un giro de tuerca en este planteamiento. Como es obvio, hecho que ha sido señalado por autoras como Margaret Levi o Barbara Geddes, la autonomía “pura” del Estado y sus protagonistas encuentra varios límites, dos de ellos relevantes para este texto. En primer lugar, (b) los políticos, sobre todo quienes llegan al Estado por medio de elecciones, tienen un mandato de representación al que no pueden renunciar fácilmente porque los electores eventualmente tendrán la oportunidad de “premiar” o “castigar” con sus votos a sus representantes en función de la evaluación de sus méritos. En esa línea, perseguir desmedidamente ambiciones políticas individuales que atenten, en diferentes registros, contra las demandas e intereses colectivos existentes podría debilitar o eliminar directamente la capacidad de los políticos para mantenerse vigentes en los espacios de poder, o en su defecto para retornar a ellos más adelante.
En segundo lugar, (c) la ambición individual se despliega dentro de un marco institucional que reglamenta (y moldea) los incentivos de los actores políticos. Toda acción tiene posibilidades y límites establecidos con antelación. Las instituciones determinan, en principio, qué pueden hacer y qué no los liderazgos, lo que implica que estos últimos no conseguirían sortear deliberadamente los obstáculos institucionales detectados con la intención de maximizar sus beneficios particulares. En el caso concreto, aludo al marco institucional entendido como las normas y procedimientos que conforman el régimen político democrático, construido sobre un Estado de derecho que garantiza derechos inalienables para los ciudadanos y coloca límites al ejercicio del poder político.
En suma, los actores políticos enfrentan un “dilema” permanente desde una perspectiva racionalista: entre los intereses personales (egoísmo) y los intereses sociales (representación), necesitan sopesar todo el tiempo presiones cruzadas para sobrevivir más tiempo en la arena política mientras conviven dentro de un marco institucional que habilita/bloquea su registro de acciones potenciales.
En este punto es importante detenernos un momento, ya que el modelo realista del comportamiento político, en función de las premisas mencionadas, puede llegar a sentirse excesivamente rígido. ¿Por qué? Digamos que este modelo aplicaría sobre todo a países con sociedades institucionalizadas, espacios donde operan mecanismos de mediación y representación político-elector más o menos estables (aunque, en general, vienen en declive en todo el mundo), y donde las normas y procedimientos experimentan todavía importantes grados de legitimidad tanto en la arena política como en la social. Allí los actores políticos reconocen que maximizar sus intereses individuales depende en gran medida del cumplimiento del mandato de representación que tienen, no solo por una cuestión relacionada a los premios y castigos electorales, sino porque podría caerles de forma crucial todo el peso de la ley en caso se rehusaran a cumplir sus labores para favorecer a otros grupos particulares (o a ellos mismos).
El mismo juego no es tan sencillo en sociedades de baja institucionalización, como sucede en el caso latinoamericano. Para ponerlo en simple: en la región, las normas, procedimientos y organizaciones son cada vez menos respetados, y por tanto su legitimidad es cuestionada (o rechazada) de forma constante, como dirían Acuña y Chudnovsky. O se crean otras/nuevas institucionalidades extraoficiales, leyendo planteamientos como el de Martuccelli; o, para profundizar desde una perspectiva racional, se puede combinar una paleta de incentivos variados dentro del razonamiento individual y provocar la construcción de árboles de decisiones complejos, donde lo institucional y lo no institucional hacen parte. Los grises son más notorios en sociedades como la nuestra, algo válido también, por supuesto, para lo que acontece en el campo político. Los políticos, por su parte, no se sabe muy bien a quién(es) representan realmente, dado que la atomización de los intereses sociales conlleva la aparición de representaciones particularistas donde lo electoral es cada vez menos significativo.
En la siguiente entrega ensayaré trabajar estas ideas vinculándolas a las lógicas de comportamiento político que evidencia el gobierno de Dina Boluarte.