Desafíos institucionales ante el impostergable problema del trabajo

El golpe de la pandemia por la covid-19 en 2020 ha remecido sobremanera nuestras vidas. La evidencia más clara de la tragedia en nuestro país son las más de 200.000 personas que murieron por esta causa en el más de año y medio transcurrido. El avance de la vacunación significa así una oportunidad para reconstruir nuestros entornos cercanos y a escala general como sociedad. Sin embargo, para hacerse efectiva esta recuperación, hay cuestiones fundamentales que se necesita resolver.

Según la OIT, el trabajo es una actividad que permite satisfacer las necesidades de quien lo ejerce, y para ello tiene que desarrollarse bajo determinadas condiciones. Entre los cuatro objetivos del trabajo decente se encuentran los derechos en el trabajo, las oportunidades de empleo, la protección social y el diálogo social. Sin embargo, en nuestro país, el cumplimiento de estos mínimos, más aún con la crisis desatada por la pandemia, se hace lejano.

En 2020, según el Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo (MTPE), algunos de los indicadores de la economía peruana cayeron en varios de sus rubros, tales como el crecimiento económico, el empleo y el ingreso laboral promedio. Otros, que se busca tener controlados, subieron, como la vulnerabilidad en el empleo, los trabajadores en condición de pobreza, las horas laboradas y la informalidad. Esta situación afecta en mayor medida a algunos grupos sociales como mujeres, jóvenes y adultos mayores.

Estas cifras son motivo suficiente para reconocer una de las problemáticas que nos aquejan, pero parece que no hemos aprendido la lección. En las últimas tres décadas, la política económica ha partido de un enfoque de flexibilización para promover regímenes laborales especiales que pudieran atraer la inversión y desarrollo empresarial, y permitieran fomentar la formalización. No obstante, estas medidas no han generado una formalización masiva ni permanente, como lo evidencian una serie de estudios; más bien en el último quinquenio la informalidad aumentó, y el crecimiento sostenido anteriormente se comprueba limitado ante los graves efectos de la crisis económica que seguimos viviendo.

En junio de este año, el MTPE promulgó la Política Nacional de Empleo Decente, cuyo objetivo es “enfrentar el déficit de empleo decente en un horizonte temporal de diez años”. Esta política cuenta con seis objetivos específicos: incrementar competencias laborales; vincular oferta y demanda laborales; generar empleo formal; ampliar el acceso a la protección social, derechos y beneficios sociales; asegurar la igualdad en el trabajo; y generar un entorno social e institucional adecuado en el país.

Este avance en materia laboral va acorde con la idea de que el desarrollo social no se remite a simples indicadores económicos relativos al crecimiento, y se necesita atender la situación económica de manera integral y priorizando el cambio institucional. Sin embargo, ese paso pareciera tender a estancarse dado que hay un sinnúmero de decisores de política y economistas que se mantienen ajenos a darlo.

Hace poco más de un mes, la bancada de Acción Popular en el Congreso, por iniciativa de María del Carmen Alva, presentó un paquete de reformas laborales; son seis proyectos de ley que buscan realizar modificaciones en la regulación laboral para flexibilizar las reglas laborales. Los proyectos de ley apuntan a reducir los costos laborales para el empleador; facilitar el despido; promover la contratación en modalidad de jornada parcial, que cuenta con menores beneficios; permitir que los pensionistas de la PNP y FF. AA. puedan ser contratados por el Estado, recibiendo así doble remuneración; generar una deducción tributaria excesiva y no focalizada para empresas que contraten jóvenes y adultos mayores; y promover la contratación a plazo fijo (temporal).

Algo que demuestran estas iniciativas divergentes para atender la problemática económico-laboral es que no necesariamente la crisis pandémica genera un solo tipo de respuesta para su solución, y que el modelo de desarrollo por el que se apostó en las últimas décadas sigue teniendo distintas implicancias para distintos grupos y su consecuente defensa o rechazo por parte de estos.

El funcionamiento del modelo económico nunca ha estado en piloto automático —como algunos aún pregonan—, sino que ha sido implementado desde las instituciones —ya sea por acción u omisión— y guiado por determinado tipo de políticas y leyes. Así que la gran tarea pendiente e impostergable es el fortalecimiento institucional desde una pluralidad de actores que realice un diagnóstico general de la situación actual, profundizando en las causas que nos han conducido a esta realidad y en soluciones que no sigan una aparente receta mágica, sino que identifiquen y caractericen a los diferentes grupos, sus necesidades y posibilidades, y que generen avances en derechos, así como también en la productividad y el crecimiento.

Todo lo referido amerita que, por un lado, nuestras élites se decidan a resolver la riña permanente que limita la toma decisiones. El confrontado escenario de otorgamiento del voto de confianza al gabinete Vásquez que acabamos de presenciar mantiene la evidencia de los conflictos no resueltos y del desinterés por establecer acuerdos mínimos entre los distintos poderes del Estado y de los diferentes grupos que los representan. Tanto el Ejecutivo como el Legislativo necesitan, por su propia sobrevivencia, trazar metas comunes y reducir la alta desaprobación que ambos mantienen (según las encuestas del IEP, el Congreso de 61% en septiembre y el Ejecutivo de 48% en octubre). Asimismo, el otro gran desafío está en la población y la posibilidad de organizarse para hacer sus demandas efectivas y así transitar hacia una actuación más dinámica, permanente y reconocida.